Al ver a Martín en el patio, me preguntaba cómo narices se las ingeniaba para no perder la sonrisa encerrado en los muros de hormigón de aquella cárcel. Mientras todos los presos llevábamos la cuenta de los días que nos quedaban para salir, él ni siquiera pensaba en ello. Algunos reclusos decían que estaba institucionalizado. Tras más de dos décadas en la prisión de Topas, el talego se había convertido en su casa.
—¿Por qué estás aquí? —le pregunté un día en el comedor.
Escrutó mi semblante con recelo. Se fijó en la película de sudor que se deslizaba por mi frente y en mis ojos, del color del alquitrán, que lo estudiaban con la minuciosidad de un perito que inspecciona el parte de un siniestro.
—Maté y descuarticé a mi esposa porque me miraba mal —me susurró entre dientes, con una voz que me recordó a la de Marlon Brando en El padrino.
Tosí las judías y me quedé sin aliento durante unos instantes.
—¡Tranquilo, chaval! ¡Es broma! —añadió—. Me trincaron en Barajas con quince kilos de heroína, que llevaba en el falso fondo de una de las maletas. El juez creyó conveniente dar ejemplo y… ¡Aquí estoy!
Enseguida nos hicimos amigos. Me contó que era de Buenos Aires, no tenía familia y había aprendido a ser paciente. A pesar de que ingresó muy joven en la trena, acumulaba tal cantidad de vivencias que durante las horas de patio solía ponerme al corriente de todos los lugares que había visitado.
Estuvo varias veces en Estados Unidos. Decía que el Golden Gate era precioso después del atardecer, que el Madison Square Garden se llenaba todas las noches con los partidos de los Knicks, que no existía nada más hermoso que el paisaje de las colinas del Colorado, excavadas en la roca, y que los rascacielos de Nueva York eran como inmensos códigos de barras.
Me contó su escapada a China. El ejército de Terracota velaba inmutable la tumba del emperador Quin Shi Huangdi, figuras a tamaño natural, ataviadas con arcos, lanzas y espadas que formaban parte de un complejo funerario que cubría una extensión de más de cincuenta kilómetros. También me detalló con exhaustividad sus aventuras en el anfiteatro de Roma, sus peripecias durante un safari en Botsuana y la noche que pasó con una prostituta en Sarajevo antes de la guerra de los Balcanes. Me describió las pirámides de Egipto y la tumba del faraón Tutankamón, que visitó en El Cairo.
Jamás puse en duda sus historias. No obstante, muchos de los chicos pensaban que Martín estaba loco y que, de vez en cuando, se le iba la cabeza. Era imposible que hubiese podido viajar tanto en tan poco tiempo. En la cárcel, uno a veces se trastorna y pierde el norte. Construye su propia realidad para hacer más llevadera la condena y se cree sin remedio sus mentiras. Aun así, el grado de verosimilitud era tan grande y los detalles tan prolíficos que resultaba imposible no creerle. Podía describir al milímetro los frescos de la capilla Sixtina, el olor que se inhalaba en la sala y hasta contabilizar las velas que aquel día pusieron los turistas en la iglesia de San Carlo alle Quattro Fontane.
A pesar de ello, a menudo los presos ideaban mecanismos de defensa, fórmulas para protegerse, escudos con los que evitar que los devorase el peso de la culpa. Conocí a tipos duros que se ahorcaron con un cinto para liberarse de los miedos que les atormentaban por las noches, hombres que no lo pudieron aguantar y terminaron amarrados a una camisa de fuerza. Otros optaban por fabular y se convertían en mentirosos patológicos. Algunos recurríamos a la heroína o a sustancias adulteradas para combatir la soledad y la desidia.
—La droga no es tu amiga y poco le importa tu edad o si aún te quedan muchos sueños por cumplir. Te demacra los ojos, te hunde las cuencas y te consume rápidamente. Si pudiera volver atrás, jamás trapichearía con esa mierda —me dijo enfurecido cuando me pilló inyectándome una jeringuilla.
—¡No lo aguanto! Necesito algo para estar a tono, para seguir adelante un día más —le confesé con lágrimas en los ojos.
—¿Quieres que nos vayamos de aquí? — me preguntó.
Lo primero que pensé fue que había cavado un túnel. Me acordé de la película Cadena Perpetua y del agujero que hizo Tim Robbins en la pared detrás de un poster de Rita Hayworth. «Tras ese cartel está la salvación», le murmuró al alcaide cuando se personó a inspeccionar la celda.
—Yo me fugo todas las noches, pero siempre estoy de vuelta a la hora del recuento. ¡No hay que tentar a la suerte, amigo! —me dijo.
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—¿Estás listo? —me preguntó.
Asentí y miré los tabiques de hormigón y los barrotes que se alzaban como inexpugnables fortalezas. Cuando se cercioró de que nadie le miraba, levantó el colchón del somier. Introdujo la mano y rebuscó hasta que extrajo un libro ajado por el uso. Era una antigua edición de La isla del tesoro, de la biblioteca de la cárcel.
—¡Ten, léelo!
—¿Estás de coña, no?
Y, mientras esa noche encadenaba los vocablos, devoraba con fruición las frases y me sumergía en la historia, permití que mi imaginación se subiese al barco la Hispaniola para acompañar a Jim Hawkins en su viaje con John Silver el Largo hacia mares, playas e islas recónditas.
Por la mañana, cuando se personó el guardia para hacer el recuento y supervisar la celda en busca de artículos de contrabando, cerré de golpe el ajado ejemplar y lo escondí debajo de la camisa.
—Tú escondes algo —dijo intrigado.
Tragué saliva y contuve la respiración.
En el suelo aún había restos de arena y el aire olía a una mezcla de pólvora y sal.