Día 3 Coronavirus: Un Iphone

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Ayer por la tarde, mi pareja se enteró de que un compañero del trabajo ha dado positivo en el test de coronavirus. Ella trabaja en una empresa de telefonía de más de mil empleados donde hasta ahora se han incumplido las normas mínimas de seguridad decretadas por el Gobierno. La gente está hacinada en sus puestos, se incumple la distancia de seguridad y los ordenadores son utilizados por varias personas. ¡Ah, la empresa dice que los desinfecta todos los días! Al parecer, por la mañana, una señora con una bayeta pasa la pantalla y los cascos con su respectivo micrófono, el teclado y listo. El problema es que ese ordenador lo pueden llegar a compartir varias personas en solo unas horas. En caso de que una de ellas esté infectada…

A algunos de los trabajadores les han dado la posibilidad de teletrabajar. Y sí (y lo veo lógico) algunos tienen hijos y personas mayores a su cargo, pero a otros empleados a los que le han concedido la posibilidad de trabajar desde casa lo han hecho por amiguismo y enchufe. Y eso es grave. Porque se debería dar prioridad a aquellos empleados que tienen en casa a personas vulnerables o de más edad. Aun así, lo que me parece más triste es que los clientes sigan llamando y pidiendo que les envíen un Iphone o que les instalen fibra o les cambien el módem. Pero tal y como está la situación, ¿qué persona con dos dedos de frente va a dejar entrar a un desconocido en su casa? ¿Para qué quiere en estos momentos alguien un nuevo Iphone? ¿Para subir sus fotos a Instagram? ¿Wassapear con sus colegas? ¿Hacer vídeos chulísimos? ¡Venya ya! ¡Qué se están muriendo personas, joder! Y con sus caprichos ponen en riesto a otras. ¿No pueden tirarse unas cuantas semanas más con su antiguo teléfono?

Creo que a los transportistas y a muchos técnicos, que se están jugando el pellejo en estos instantes, solo habría que recurrir para bienes de primera necesidad y no para chorradas como para aumentar el ancho de banda o para pedir el último teléfono Iphone del mercado. Porque aunque no lo creamos, esos trabajadores también tienen familias.

Día 2 Coronavirus: Va para largo

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Hoy martes diecisiete de febrero me he levantado a las cinco y media de la mañana y tras ver las noticias en el móvil y contestar un par de wasap me he vuelto a echar. Las informaciones que llegan son tan alarmantes que ya no tengo ganas de levantarme. Me gustaría hacer un agujero en el suelo bien grande y meterme dentro. Después, me he vuelto a echar y he conseguido dormir un poco. A las nueve me he despertado y al subir la persiana me he dado cuenta de que hoy también será un día muy largo. Últimamente, los días ya no tienen veinticuatro horas sino cincuenta y seis o más.

En la calle el suelo aún está húmedo a causa de la lluvia. Las nubes son de un gris plomizo y hace frío. Mucho. Mi vecino ha bajado al trastero a por carbón. He oídos sus pasos resonando en las escaleras. La vida es como si se hubiese detenido. De vez en cuando, veo a alguna persona caminando con mascarilla. Me da rabia pensar que los médicos que se encuentran en los hospitales salvando gente carecen de ellas y aun así se juegan la vida, sin medios, a pesar de que son conscientes de que se van a infectar. Por la radio he escuchado que algunas personas desalmadas se están aprovechando de esta situación. Tocan al timbre en las casas de algunos ancianos y les dicen que son sanitarios y que les entreguen todos los billetes que tienen porque pueden estar infectados. Hay que ser hijo de perra.

El nudo en la garganta sigue ahí. No quiere desaparecer. Sí, lo sé. Soy una persona desconfiada. Tengo la sensación de que nos están mintiendo. Los políticos y la mayoría de medios de comunicación nos toman por idiotas. Decían que era una simple gripe. Sí, claro, por eso van ya 342 muertos en tiempo récord. El Gobierno habla de ampliar el estado de alarma a un mes. ¿Un mes? ¡Ja, ja, ja! Buen chiste. Ya no se lo creen ni ellos. Serán muchos meses en el mejor de los escenarios. Esto va para largo. Y va a ser muy duro. O se encuentra una vacuna pronto o se pone en marcha algún tratamiento experimental o mucha gente morirá. Y por lo que he leído la muerte no discrimina: también caen personas sanas y sin patologías.

Me siguen sorprendiendo algunas imágenes en la prensa. Veo los andenes del metro colapsados sin guardar la distancia mínima de seguridad. ¿No son conscientes? ¿Son idiotas? ¿Les da igual? ¿Acaso no tienen personas mayores a su cargo? ¿Acaso no tienen padres o abuelos? ¿Acaso no tienen personas enfermas? Quizá ya lo han asumido y se resignan a caminar por un trayecto lleno de minas. Cualquier día una de esas minas les explotará. El mundo se va a la mierda.

Día 1 Coronavirus: Duro despertar

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Hoy me he despertado y estaba nevando. Los copos habían cubierto el jardín y el tejado de la iglesia que tengo delante de la ventana. No es un día cualquiera. Aún no he asimilado que el virus Covid 19 está aquí. La calle se encuentra vacía. Apenas hay movimiento. De vez en cuando, observo al dueño de algún perro que lo saca a hacer sus necesidades. Veo al animal y siento envidia. Durante unos instantes me gustaría ser él. Despreocupado, mientras corre y retoza en el jardín ajeno a cuanto le rodea. ¡Bendita ignorancia! Luego el perro se pone a hacer sus necesidades y me devuelve a la cruda realidad.

Hay un asesino minúsculo y silencioso que se cobra vidas (en este momento en mi país van 308 fallecidos) y hace enfermar a las personas. No hay nada peor que no saber dónde está el enemigo. ¿Por dónde atacará esta vez? El Covid-19 puede estar en cualquier objeto cotidiano: en las teclas del ordenador, en la taza del desayuno, en la pantalla del móvil, en el dinero que utilizo para pagar los víveres, en los envases de esos mismos víveres, en las llaves que uso para abrir la puerta e incluso en esa misma puerta. ¿En la ropa? Sí, también. Es un Dios terrible, que está en todos los sitios ¡Qué duro es vivir con miedo! Y ese bicho es tan pequeño y voraz que el cabrón puede atacar por cualquier flanco. Quizá lo esté haciendo ahora.

Tras desayunar, escribo un rato y veo desfilar a la gente. Van de uno en uno conforme a lo que ha decretado el Gobierno. Solo se puede salir a la calle para lo básico: comprar comida, ir al trabajo, sacar a hacer sus necesidades a las mascotas, gestiones bancarias y poco más. Aunque hay picaresca, claro.

A las 14:15 mi pareja sale a trabajar. La veo partir desde la ventana y siento un nudo en el estómago. Soy consciente de que algo malo puede suceder y eso me aterra. Puede infectarse, puede enfermar, puede agonizar, puede morir. La muerte ronda en su lugar de trabajo. Esta mañana he visto en las redes sociales una fotografía de las instalaciones. Los trabajadores están apelotonados en el office sin respetar la distancia de seguridad necesaria para no contagiarse. Miran el móvil, sacan sándwich de las máquinas, charlan como si nada. O lo hacen por estupidez o porque aún no son conscientes de que su vida y la de los demás ha cambiado. Ya no se puede dar una palmada amistosa a nadie. Ya no se puede abrazar a nadie. Ya no se puede acariciar a nadie. Porque la duda está ahí, en la cabeza y, por desgracia, no se disipa: ¿La estaré contagiando?

El tipo del perro otra vez. Creo que su dueño sale por todos los que seguimos encerrados en casa durante la cuarentena. Quizá tenga que adoptar una mascota. No, sería irresponsable. Miro el periódico en internet: las víctimas han aumentado.