Los Mejores 5 Libros Sobre Monstruos (de carne y hueso)

Desde la página de Infolibros se pusieron en contacto conmigo para que les hiciera una lista de novelas que merecen ser leídas.

Estas son mis cinco recomendaciones sobre Monstruos que hice.

Os animo a visitar su web y a disfrutar con las recomendaciones que hacen muchos otros autores.

Prisioneros

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Al ver a Martín en el patio, me preguntaba cómo narices se las ingeniaba para no perder la sonrisa encerrado en los muros de hormigón de aquella cárcel. Mientras todos los presos llevábamos la cuenta de los días que nos quedaban para salir, él ni siquiera pensaba en ello. Algunos reclusos decían que estaba institucionalizado. Tras más de dos décadas en la prisión de Topas, el talego se había convertido en su casa.

—¿Por qué estás aquí?le pregunté un día en el comedor.

Escrutó mi semblante con recelo. Se fijó en la película de sudor que se deslizaba por mi frente y en mis ojos, del color del alquitrán, que lo estudiaban con la minuciosidad de un perito que inspecciona el parte de un siniestro.

—Maté y descuarticé a mi esposa porque me miraba mal —me susurró entre dientes, con una voz que me recordó a la de Marlon Brando en El padrino.

Tosí las judías y me quedé sin aliento durante unos instantes.

—¡Tranquilo, chaval! ¡Es broma! —añadió—. Me trincaron en Barajas con quince kilos de heroína, que llevaba en el falso fondo de una de las maletas. El juez creyó conveniente dar ejemplo y… ¡Aquí estoy!

Enseguida nos hicimos amigos. Me contó que era de Buenos Aires, no tenía familia y había aprendido a ser paciente. A pesar de que ingresó muy joven en la trena, acumulaba tal cantidad de vivencias que durante las horas de patio solía ponerme al corriente de todos los lugares que había visitado.

Estuvo varias veces en Estados Unidos. Decía que el Golden Gate era precioso después del atardecer, que el Madison Square Garden se llenaba todas las noches con los partidos de los Knicks, que no existía nada más hermoso que el paisaje de las colinas del Colorado, excavadas en la roca, y que los rascacielos de Nueva York eran como inmensos códigos de barras.

Me contó su escapada a China. El ejército de Terracota velaba inmutable la tumba del emperador Quin Shi Huangdi, figuras a tamaño natural, ataviadas con arcos, lanzas y espadas que formaban parte de un complejo funerario que cubría una extensión de más de cincuenta kilómetros. También me detalló con exhaustividad sus aventuras en el anfiteatro de Roma, sus peripecias durante un safari en Botsuana y la noche que pasó con una prostituta en Sarajevo antes de la guerra de los Balcanes. Me describió las pirámides de Egipto y la tumba del faraón Tutankamón, que visitó en El Cairo.

Jamás puse en duda sus historias. No obstante, muchos de los chicos pensaban que Martín estaba loco y que, de vez en cuando, se le iba la cabeza. Era imposible que hubiese podido viajar tanto en tan poco tiempo. En la cárcel, uno a veces se trastorna y pierde el norte. Construye su propia realidad para hacer más llevadera la condena y se cree sin remedio sus mentiras. Aun así, el grado de verosimilitud era tan grande y los detalles tan prolíficos que resultaba imposible no creerle. Podía describir al milímetro los frescos de la capilla Sixtina, el olor que se inhalaba en la sala y hasta contabilizar las velas que aquel día pusieron los turistas en la iglesia de San Carlo alle Quattro Fontane.

A pesar de ello, a menudo los presos ideaban mecanismos de defensa, fórmulas para protegerse, escudos con los que evitar que los devorase el peso de la culpa. Conocí a tipos duros que se ahorcaron con un cinto para liberarse de los miedos que les atormentaban por las noches, hombres que no lo pudieron aguantar y terminaron amarrados a una camisa de fuerza. Otros optaban por fabular y se convertían en mentirosos patológicos. Algunos recurríamos a la heroína o a sustancias adulteradas para combatir la soledad y la desidia.

—La droga no es tu amiga y poco le importa tu edad o si aún te quedan muchos sueños por cumplir. Te demacra los ojos, te hunde las cuencas y te consume rápidamente. Si pudiera volver atrás, jamás trapichearía con esa mierda —me dijo enfurecido cuando me pilló inyectándome una jeringuilla.

—¡No lo aguanto! Necesito algo para estar a tono, para seguir adelante un día más —le confesé con lágrimas en los ojos.

—¿Quieres que nos vayamos de aquí? me preguntó.

Lo primero que pensé fue que había cavado un túnel. Me acordé de la película Cadena Perpetua y del agujero que hizo Tim Robbins en la pared detrás de un poster de Rita Hayworth. «Tras ese cartel está la salvación», le murmuró al alcaide cuando se personó a inspeccionar la celda.

—Yo me fugo todas las noches, pero siempre estoy de vuelta a la hora del recuento. ¡No hay que tentar a la suerte, amigo! —me dijo.

 

*******

 

—¿Estás listo? —me preguntó.

Asentí y miré los tabiques de hormigón y los barrotes que se alzaban como inexpugnables fortalezas. Cuando se cercioró de que nadie le miraba, levantó el colchón del somier. Introdujo la mano y rebuscó hasta que extrajo un libro ajado por el uso. Era una antigua edición de La isla del tesoro, de la biblioteca de la cárcel.

—¡Ten,  léelo!

—¿Estás de coña, no?

Y, mientras esa noche encadenaba los vocablos, devoraba con fruición las frases y me sumergía en la historia, permití que mi imaginación se subiese al barco la Hispaniola para acompañar a Jim Hawkins en su viaje con John Silver el Largo hacia mares, playas e islas recónditas.

Por la mañana, cuando se personó el guardia para hacer el recuento y supervisar la celda en busca de artículos de contrabando, cerré de golpe el ajado ejemplar y lo escondí debajo de la camisa.

—Tú escondes algo —dijo intrigado.

Tragué saliva y contuve la respiración.

En el suelo aún había restos de arena y el aire olía a una mezcla de pólvora y sal.

La tristeza

Dejo de leer el libro en voz alta y me doy cuenta de que los ojos de mi padre están a punto de apagarse. El médico me ha dicho que, en cuanto quede libre un respirador, le subirán a la planta de arriba. Le han puesto bocabajo en la cama para que no se ahogue. Tiene mucha fiebre y no deja de temblar. Ahora me gustaría oír de nuevo su voz y que me contase alguna de sus batallitas. Su preferida es la del suboficial que irrumpió en su casa una noche de 1936 y le apuntó con una pistola. Me la sé de memoria:

—¿Fulgencio Prieto?

—Sí, señor. Para servirle.

—Estás detenido.

—Pee… pero… Yo no he hecho nada.

—Los vecinos del pueblo afirman que eres un comunista… un rojo.

—No. Es… es mentira, señor.

—Eso dicen todos antes de que los llevemos a dar el paseo…

—Se equivocan, señor. ¡Se lo juro!  Lo único rojo que hay en esta casa son los libros de Antón Chejov.

—¿Has leído a Chejov? —pregunta sorprendido.

—Sí. El jardín de los cerezos, Tío Vania, La sala número seis, El violín de Rothschild

—A mí me gustan sobre todo sus cuentos. Son maravillosos. Si tuviese que escoger uno…, me quedaría con La dama del perrito.

—Yo elegiría La tristeza, señor.

El suboficial le mira de arriba abajo, asiente y dice:

—Yo antes era profesor.

—¿Ah, sí?

—En la capital. Daba clases de literatura a los chicos. Y me gustaba lo que hacía. ¡Puta guerra!

El suboficial sale a la calle, mira hacia la parte trasera del camión donde hay hacinados más de una decena de prisioneros y habla con el oficial al mando.

—¡No hemos confundido, capitán!

—¿Y eso?

—Nos han informado mal. Este hombre es de los de misa diaria, novena  y rosario. ¡Joder, si es tan devoto que hasta estudia para cura!

Mi padre siempre dice que si no fuera por los libros de Antón Pávlovich Chéjov, nuestra familia no existiría.

—Hay un respirador libre.

La voz del médico me devuelve a la realidad.

—¡Papá aguanta! Pronto estarás bien.

Él se gira con dificultad y me mira. El dolor ha desdibujado su rostro. Las arrugas surcan su piel como surcos labrados en la tierra.

—No, no lo quiero. Po… Ponédselo a ese joven —dice jadeante mientras me coge de la mano y señala a su compañero de habitación.

Su voz suena como el arrullo de una paloma enferma.

—Pe… pero, padre, ¿qué dice?

—No —farfulla medio ahogándose.

Niega con la cabeza.

—Déjame ir. Ya he vivido de prestado más de ochenta años—dice evocando aquella noche de agosto de 1936.

Y le miro y me agarra la mano. Y giro la cabeza hacia el médico. Él asiente y me dice que le puede suministrar algo de morfina para que la agonía sea más llevadera. Me aparto y dejo que el cirujano haga su trabajo. Por primera vez en mi vida, soy consciente de que no pasará de esta noche. Ya no habrá más amaneceres ni más batallitas en el pueblo junto al fuego de la chimenea.

—Chico, —le digo antes de abandonar la habitación que comparte con mi padre— si sales de esta, espero que sepas aprovechar bien tu vida.

As time goes by

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—Con lo que era mamá. ¡Sí, algo hay que hacer! No puede seguir viviendo sola. No, Elena, somos tres. Podríamos turnarnos —dice Marta con el teléfono pegado a la oreja.

De pronto, Margarita irrumpe en la habitación.

—¿Qué dices, hija?

Cuelga el teléfono y mira a la anciana a los ojos.

—Hemos pensado que no puedes seguir así.

—¿A qué te refieres?

—Aunque no lo quieras reconocer… necesitas ayuda, mamá.

—Eso son bobadas. Estoy perfectamente.

—No es verdad. Elena y yo creemos que no debes estar aquí tú sola. Y menos ahora.

—¿Cómo?

—Es por tu bien. A veces, se te olvidan las cosas. Ya no tienes la memoria de antes. ¿Te acuerdas del otro día cuando saliste de casa y no sabías volver?

—Me despisté un poco. Le puede pasar a cualquiera. Ahora, ya me encuentro mucho mejor. Mi cabeza está perfectamente.

—No, no lo está. Saliste sin mascarilla ni guantes, mamá. ¿Sabes lo que es eso, eh? ¡Podrías haber muerto!

—Hija, he sobrevivido a dos abortos, tres exmaridos y un cáncer de páncreas. ¡Y aquí me tienes! Ese bicho no me da ningún miedo. ¡A mí lo único que me aterra es no poder abrazar a mis nietos! ¿Por qué no los traes? ¿No quieres que los vea?

—Ya te lo he dicho muchas veces. Es peligroso.

—¿Peligroso?

—Sí.

Se forja un incómodo silencio.

—Ya está decidido. Te vas a venir conmigo unos meses y luego, en junio, cuando pasemos a la fase uno, irás a Salamanca a casa de Elena.

—Yo de aquí no me muevo, ¿me oyes? En esta casa os he criado. Aquí tu difunto padre y yo hemos sido muy felices. Yo solo salgo por esa puerta con los pies por delante —dice enfadada.

—¡Mamá, no seas cabezota! No estás bien.

—¿Que no estoy bien? ¡Qué sabrás tú! ¿Ahora eres médica?

—¡Mamá, por favor, razona un poco!

—Que razone. Ya sé lo que pretendéis. Queréis meterme en una de esas residencias, como a esos pobres abuelos que se mueren de pena porque están solos y nadie va a verlos.

—¡No, mamá! Eso no es cierto. Elena, Javi y yo te queremos.

—¡Vete, hija! No quiero discutir contigo. Y no hace falta que me traigas más comida. Ya iré yo al supermercado.

—¡Mamá!

—¡Ni mamá ni leches! ¡Márchate, por favor! ¡Déjame sola! Ay, ¡si estuviera aquí tu pobre padre! —dice con lágrimas en los ojos.

Se oye la puerta y el ruido de unos pasos bajando las escaleras.

Margarita se seca los ojos con un pañuelo y regresa a sus quehaceres. Enseguida mete un par de blusas sucias en el microondas y pone el café a calentar en el tambor de la lavadora.

—¡Que estoy perdiendo la cabeza dice! ¡Qué sabrá ella!

Coronavirus 27: Con la fiesta a otra parte

Son las nueve y media de la noche y en mi barrio están tratando de hacer más llevadero el encierro con música. No sé si es una iniciativa popular o es el Ayuntamiento el que se encarga de poner a todo volumen canciones de pop, rock y reguetón. Lo cierto es que molesta. Me pongo en la piel de cualquier vecino que haya perdido a un familiar o a un amigo e imagino que no tendrá ganas de que le taladren la cabeza.

No es el momento ni el lugar. Si una persona quiere música que se la ponga para él en su casa, pero que no moleste a los demás. Hay gente que lo está pasando muy mal. Sobran las celebraciones por mucho que estemos aburridos en casa. En fin, yo me voy a poner a ver una película sin molestar a nadie: Vivir y morir en L.A.

Coronavirus 26: Cine

Hoy, después de muchos años, he vuelto a ver Asesinato en 8 milímetros y tengo la impresión de que la película ha mejorado con el paso del tiempo. Es un peliculón en mayúsculas: el guion, la dirección, la puesta en escena y las interpretaciones de todos los personajes. Joel Schumacher ha conseguido que me olvide del coronavirus por un par de horas y me ha tenido enganchado a la pantalla. Viene muy bien desconectar y pensar en otra cosa. Ahora a cenar y luego a ver otra película en esta noche de Viernes santo.

Coronavirus 25: Ejercicio

Tras veinticinco días de confinamiento hoy por fin he hecho algo de deporte. Media hora de bicicleta estática. Es poco, lo sé. Yo estoy acostumbrado a nadar de media 2,5 kilómetros diarios (lo llevó haciendo los últimos 20 años) y a hacer unos 5.000 kilómetros en bicicleta al año por caminos y carreteras. De modo que la media hora de bicicleta me ha sabido a poco. Hubiera hecho más, pero la bicicleta estática es tan endeble y hace tanto ruido, que he tenido dejarlo. Seguro que el vecino de abajo se ha sobresaltado al oír los ruidos.

Esto tiene pinta de que va para largo. Dudo que vayamos a poder salir de casa en los próximos meses así que habrá que reinventarse. He visto algunos vídeos de gimnasia estática. No es lo mismo que salir en bicicleta o nadar, pero habrá que probar. ¡Qué remedio, si queremos despejar algo la mente!

La alambrada

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Tiene dos manos y turnos interminables de más de dieciséis horas. Con una bolsa de basura a modo de traje, unos improvisados guantes del Mercadona y una botella de plástico partida a la mitad que le encaja en el rostro y hace las veces de protector facial, entra cada noche en el campo de batalla del hospital. Ayer sus compañeros le tuvieron que sacar a rastras de la planta para que durmiera y descansara un poco. Hace días que no va a casa y solo intercambia algún que otro wasap con sus padres, que ya son mayores. No sabe si los volverá a ver. Ahora se arrepiente de no haberles dicho más veces que los quería, de no haber pasado más tiempo con ellos. Ahora desearía degustar ese puré que con tanto esmero preparaba su madre. Ahora daría lo que fuera por salir con su padre a dar una vuelta en bicicleta y disfrutar de su compañía.

«Uno no valora lo que posee hasta que lo pierde», piensa mientras repara en las filas interminables de pacientes agonizantes que yacen en el suelo.

Ya ha perdido la cuenta de las personas que han muerto en sus brazos, abatidos por el avance de la enfermedad. Se acuerda de una escena del libro de Viktor E. Frankl El hombre en busca de sentido. En el campo de concentración, los prisioneros coleccionaban cigarrillos y los podían canjear por alimentos. Cuando un preso ya no quería seguir viviendo, se fumaba todos sus cigarros y después se acercaba a la alambrada para encontrarse con el fuego de las ametralladoras. Ese fragmento ha marcado durante años su existencia.

Tiene la sensación de que la guerra ha vuelto. Esta vez el enemigo es invisible y silencioso y puede atacar desde cualquier flanco, como si fuera un adversario omnipotente. Lo que no ha cambiado son los datos. Los enfermos se han vuelto a cosificar. Para los políticos ya solo son cifras. Los nazis reducían a los judíos a números y los marcaban como si fueran ganado. Aquí los medios de comunicación y los políticos solo hablan de números y de reducir la «curva». Nadie menciona la historia que hay detrás de cada muerte. La tragedia detrás de un infectado que está bocabajo en la UCI.

Sale del hospital a respirar un poco de aire puro. Está exhausto. La luna despunta en el cielo como un queso gigante. Repara en que el goteo de ambulancias es continuo. El ruido de las sirenas resuena en la noche. Los sanitarios están desbordados. Faltan mascarillas, equipos, guantes y respiradores. Nada es como debería de ser.

Le invade una angustiosa desesperación. Necesita fumar para matar la inquietud que siente. Saca el paquete de tabaco del bolsillo. A su izquierda, se fija en una mujer que llora con insistencia. A su esposo le han quitado el respirador para dárselo a otra persona más joven. Mira a la señora y siente rabia por el hecho de que sus compañeros tengan que seleccionar quién vive y quién muere. Desearía enviarlo todo a la mierda. Cavar un agujero en la tierra y meterse en él. Perderse. Desaparecer. Volatilizarse. Sumirse en la inexistencia. Le quedan dos cigarros. Extrae uno y lo mira a contraluz. La señora sigue sollozando. Saca el mechero y, cuando está a punto de encenderlo, vuelve a guardar el cigarro en el paquete.

«Esta noche no será», se dice mientras se coloca la mascarilla que ha reutilizado decenas de veces y vuelve sobre sus pasos hacia la sala que las enfermeras han habilitado como dormitorio y área de descanso.

A pesar de que ha hecho lo indecible y más, una pregunta le sigue atormentando cada noche; cuando, doblegado por la impotencia y la desesperación, se mira las manos delante del espejo: «¿A cuántos no he podido salvar?»

SUPERHÉROES

—No se lo digas a nadie, pero mi padre es un superhéroe —dice Mateo mientras mira hacia uno y otro lado como si temiera que alguien le estuviese espiando.

—¿Tu padre? ¿Ese señor calvo, bajito y con barriga?

—Pues sí.

—No me hagas reír.

—Es cierto.

—¿Y qué poderes tiene, listo? ¿Acaso posee una fuerza descomunal como la del increíble Hulk? ¿Vuela igual que Superman? ¿Se desplaza tan rápido como Flash? ¿O es capaz de controlar la mente?

—No lo sé, pero todas las noches va al hospital, se pone varias bolsas de basura y unas gafas de buceo y salva a muchas personas enfermas. Eso es lo que hacen los superhéroes: ayudar a la gente, ¿no?